• 19 abril, 2024

Guerra de la dominicanidad

De Julio Martínez Pozo

En las epopeyas anteriores se expresó el espíritu combativo y la moral de un pueblo que se sabía distinto  al de los invasores que pretendieron sojuzgarlo, pero que salvo el núcleo central de la pequeña burguesía trinitaria que encabezó Juan  Pablo Duarte, no concebían  el surgimiento de una República sin la cobija de algún protectorado.

Cuando la negra Tomasa de la Cruz se cayó muerta de indignación  por la concertación del Tratado de Basilea, infamia mediante la cual lo que hoy se llama República Dominicana fue cedida a Francia, esa exclamación de “Mi patria, mi querida patria”.

Ella como el general Juan Sánchez Ramírez, quien se empleó como un gladiador para derrotar  las tropas del general francés Louis Ferrand en  Palo Hincado, estaban poseídos de una pasión de la que no tenían una conciencia  clara: era la dominicanidad.

El proyecto de José Núñez de Cáceres, la Independencia Efímera, era, más evolucionado, el mismo  de dejar establecido que el pueblo de la parte oeste era muy distinto al de oriente, y que debería tener su  perfil, el de la República del Haití Español, afiliado a la Gran Colombia, que gestaba Bolívar.

Pero el libertador no  puso caso ni podría hacerlo. En los momentos  cruciales de su jornada, Simón Bolívar había recibido solidaridad del presidente  Alexander Petión.

Núñez de Cáceres, como siño Pedrito, de El Seibo, creían que una República que expresara los sentimientos de los que habitaban la parte de habla española, duraría menos que una cucaracha en un gallinero, por el peligro haitiano, si no se acogía a un protectorado. ¿Y cuál mejor que el español, si  así se sentían muchos dominicanos?

¡Ay, pero no!,  les agradecemos como no hay cosa, que nos legaran el idioma más rico del mundo, un aporte superior al de todo el oro con el que cargaron, aunque hay una perdida no material e incuantificable, que fue el exterminio de la raza aborigen.

Vuelvo a  Frank Moya Pons, para recrear lo ocurrido: “De inmediato empezaron a manifestarse las diferencias entre los españoles y los dominicanos: comenzó la segregación racial; el gobierno español no aceptó los rangos militares de los oficiales del antiguo ejército republicano; el papel moneda no fue redimido de inmediato; y las tropas abusaron de los campesinos. Además, el nuevo Arzobispo español ofendió a la élite persiguiendo a las logias masónicas, se malquistó con el clero local imponiéndoles nuevas reglas de conducta, e intranquilizó a la mayoría de la población exigiendo el matrimonio eclesiástico obligatorio…

“Todos estos problemas crearon un clima de malestar generalizado que era ya evidente a finales de 1862 cuando los oficiales españoles escribían a sus superiores previendo una rebelión en breve plazo. La rebelión estalló en febrero de 1863, y a partir de agosto de ese año se convirtió en una gigantesca conflagración… Esta ‘Guerra de Restauración’ comenzó siendo una rebelión de campesinos, pero muy pronto se convirtió en una guerra de razas, por el temor de los dominicanos de color, que eran la mayoría, a ser convertidos nuevamente en esclavos”.

Lo que estaba claro era que por primera vez se luchaba, con una única convicción, lo único que somos y podemos ser es dominicanos.

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