• 18 abril, 2024

Sonajero

Chile

Grisbel Medina

Grisbel Medina R.
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La tierra convulsiona. La depredación y contaminación propiciada por el ser humano alcanza niveles ilimitados. Por eso el planeta se ha vuelto brusco, muta y aumenta su escala de sacudidas que dejan un lastre pesado y trágico.

En Chile las treguas de la tierra son cada vez más cortas. En el 2010, estando Michelle Bachelet en la presidencia, un terremoto de 8,8 grados sacudió la nación de vida sencilla y pausada, de parejas que caminan agarradas de la mano y donde anualmente las figuras del espectáculo se empeñan en domar el desafiante monstruo del Festival de Viña del Mar. El sismo del 2010 fue de madrugada y a mí me bramaron los dientes. En aquella ocasión el mar arropó la ciudad de Concepción y los muertos sumaron 524. Hoy, poco tiempo después y con la misma inquilina en el Palacio de La Moneda, la tierra vuelve a rugir en Chile y las aguas grises del Pacífico amenazan con alcanzar categoría de tsunami.

Vivir y sobrevivir al terremoto en Chile me dejó profundas lecciones. Por miedo a las réplicas dormía en tenis y para alentarme una amiga chilena me decía que su tierra es muy especial, porque solía danzar de vez en cuando. Pese a la fuerza de los terremotos que allí han cobrado 40,718 víctimas en 60 años, las infraestructuras sufren poco, pues el  país de Neruda, Allende y Gabriela Mistral, ha hecho conciencia de sus amenazas y trabajan en la prevención como oportunidad para resguardar la vida. El pueblo chileno aprendió a saldo de susto y dolor.

Pese a la fuerza de la reciente embestida, afortunadamente se cuentan pocas víctimas.  Y la alerta llegó muy a tiempo para evitar lutos mayores. Oro por Chile mientras pienso en las múltiples fallas que surcan la isla Hispaniola y en los escasos recursos de nuestras instituciones de servicio. Pienso en la poquísima instrucción que tenemos en materia de desastres, a pesar de vivir en un islote vulnerable a ciclones, sismos y tsunamis. Y lo peor es que en vez de tomar medidas, prepararnos y prevenir, como Chile, en Dominicana seguimos muy campantes, cantando y bailando nuestras alegrías y amargues.

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