• 16 abril, 2024

Crónicas del tiempo: Ramón (Mon) Cáceres Vásquez (1)

Crónicas del tiempo: Ramón (Mon) Cáceres Vásquez (1)

Rafael Núñez

Rafael Núñez
Aquel trágico domingo 19 de noviembre de 1911, se impuso la traición. El grupo de conspiradores horacistas segó la vida del presidente Ramón (Mon) Cáceres Vásquez, como se lo había propuesto. Los ejecutores del plan de asesinato ignoraron que con la acción se abrían nuevamente en la República Dominicana las puertas de la anarquía, el desorden, la inestabilidad económica y el caos institucional.

La vida del caudillo militar se extinguió entre el pavimento de la avenida que él instruyó construir para conectar a Santo Domingo con San Cristóbal y la residencia de Francisco J. Peynado, donde la esposa y la madre de éste, junto a Leonte Vásquez, intentaron salvarle la vida al Presidente. A los 45 años quedó su esposa viuda y 10 hijos huérfanos. Apenas balbuceó un llamado desesperado de agonía a su madre Remigia, con quien tuvo una relación especial.

En los contornos de Güibia, próximo al Malecón capitalino, estuvo echado moribundo el jinete de Estancia Nueva, que condujo a la República desde 1906 hasta 1911 por el camino de la pacificación, el hombre que soñó en convertirse en el último reducto del general machetero que llega a la Presidencia de la República.

Víctima de una conspiración, cuyo único objetivo fue el magnicidio para dar paso a las ambiciones desenfrenadas de poder, la muerte de Mon Cáceres a manos de sus antiguos compañeros de travesía política y bélica, es la expresión de la habitual pobreza del medio social que imperaba y que rodeó ese hecho, los acontecimientos previos y posteriores desde finales del siglo XlX e inicios del XX.

En el pensamiento de uno que otro de los pocos ciudadanos que con estupor fueron a socorrerle a la casa de los Peynado, pasaría por su mente retrospectivamente, como si se tratara de diapositivas, las imágenes de otro asesinato similar ocurrido a poco más de un kilómetro de distancia. En el centro de la ciudad de Santo Domingo el blanco de aquel crimen fue el padre de Mon, Ramón (Memé) Altagracia Cáceres, a quien, aprovechando la oscuridad de la noche, tres desconocidos le arrancaron la vida el 17 de septiembre de 1878, en la casa de Juan de la Cruz Alfonseca en la calle de Regina (José Reyes), en la Zona Colonial.

Aquel fatídico asesinato de Memé Cáceres (padre de Mon), a manos de desconocidos, en un momento en que el clamor popular lo señalaba como favorito para alcanzar la Presidencia de la República, habría sido fraguado por miembros del Partido Azul, pues el rumor público sindicaba como autores intelectuales a los generales Cesáreo Guillermo, a quien disputaba la candidatura presidencial del Partido Rojo, y Ulises Heureaux (Lilís), el gran caudillo, acción que no fue aclarada por las autoridades, por lo que el acontecimiento ha orbitado en la creativa imaginación popular por la falta de información oficial, dando espacio para que la rumorología haya construido todo tipo de especulación.

Ni siquiera los historiógrafos concuerdan con el dato exacto de quién fue el responsable de aquella trama. El más socorrido de los argumentos, pues, es que quien más se benefició con la desaparición física del baecista Memé Cáceres, habría sido Cesáreo Guillermo, quien en los comicios organizados por acuerdo entre los azules y verdes, luego del derrumbe del efímero gobierno de Buenaventura Báez, sería el único contrincante que enfrentaría a Memé, quien contaba con el apoyo de la espada de la Restauración, Gregorio Luperón, como se reveló luego en una carta dejada a los amigos por el general de Puerto Plata.

Un año y tres meses después, en enero de 1879, Cesáreo Guillermo resultó electo Presidente, pasando de Ministro de Interior y Policía del gobierno interino de Jacinto de Castro a la disputada Presidencia del país.

A treinta y tres años del crimen contra el candidato nacido en Azua, Memé Cáceres, los detalles para conspirar contra la vida de su hijo, el presidente Mon Cáceres, fue la comidilla entre amigos y allegados de él en los meses y semanas previas al día de su caída. ¿Fue una muestra de candidez o de confianza de parte de Mon?

Uno de ellos, Plutarco Mieses, personalmente le dio detalles de la conjura que preparaba en ese sentido el general Luis Tejera, hijo, igual que Emilio, de Emiliano Tejera, este último un distinguido intelectual en el que se apoyó el horacismo en sus años de gloria, y jefe de una familia que jugó un rol fundamental en la administraciones del propio Cáceres.

Incluso, uno de los complotados fue Luis Felipe Vidal, azuano, quien había planeado dar muerte a Mon Cáceres por el supuesto disgusto con sus políticas públicas, situación que expresaron a través de un «Manifiesto revolucionario», que se le atribuye la autoría a Vidal, y que fue publicado un año y medio después del asesinato del Presidente en el periódico «La Voz del Pueblo», de Montecristi, en las ediciones del 15 al 22 de diciembre de 1912, como recogen los historiadores Juan Daniel Balcácer, Rufino Martínez y Pedro Troncoso Sánchez en la «Breve antología de Ramón Cáceres».

Personalidad y Decisión

El demostrado arrojo y coraje de Mon sucumbieron ante otro aspecto de su personalidad: su sinceridad, sentimiento en aparente contraposición con el carácter de un guerrero de su talla. Esa franqueza, heredada de su padre, fue la que se impuso la mañana de ese domingo cuando lo iban a matar; no advirtió en ese momento la hipocresía de Luis Felipe Vidal, el autor del manifiesto contra su gobierno, que evidencia una actitud propia de los políticos sin escrúpulos, enraizada en aquellos años del «caciquismo» regional, que se expresaba con golpes de Estado, «revoluciones», anarquías, abusos y fusilamientos de propios y extraños, como única bujía que encendía el motor de la nación. Remigia, la madre de Mon lo advirtió siempre.

El constructor de la paz, sin embargo, hizo ingentes esfuerzos para que el país rebasara la etapa anárquica, caracterizada por el caciquismo de generales regionales, que eran islas aparte en cuyos caprichos moraba la «Ley y el Orden», que aplicaban de manera arbitraria contra ciudadanos sospechosos de tener ideas disidentes.

En su ejercicio de poder, Mon Cáceres demostró con creces que actuaba para ir echando a un lado al tradicional jefe militar que, representado en muchos de sus antiguos compañeros, alegaba cualquier razón personal, política o económica para desatar los demonios de la fuerza bruta en las regiones bajo su mando.

Mon Cáceres no desconocía que con la mayoría de esos hombres, el país estaba endeudado por el «servicio a la Patria», pero no echaba a menos tampoco su criterio independiente de que esas mentes bárbaras tenían que irse a su casa a teñirse sus canas, y hacer las anécdotas a sus nietos de las contiendas bélicas en las que eran protagonistas de primera fila.

Por ese reconocimiento de que buena parte de estos hombres fueron los artífices del horacismo en la «Revolución de la desunión» podría estar la razón de haber postergado la decisión, pero la determinación de acabar con aquel estado de cosas fue el inicio del fin de sus días.

Estando Horacio Vásquez en Nueva York, tras su renuncia del gobierno a mediados de 1909, a su regreso de Europa en 1910, circula el 1ro de enero de ese año una carta firmada por éste y de la autoría de Enrique Henríquez, otrora canciller del régimen de Ulises Heureaux (Lilís), en la que se hacen serios cuestionamientos a la forma en que Mon Cáceres dirigía la cosa pública.

Mucho dolor provocó a Mon Cáceres aquella comunicación en la que, entre otras rúbricas, aparecía la del primo al que admiraba, y quien fue su inspiración en la política: Horacio Vásquez. Su primo entendió, y rompió con el grupo de instigadores, entre otros, Enrique Henríquez y Luis Tejera, dejando Horacio clara su posición, tal como recoge el diplomático norteamericano Benjamín Sumner Welles en «La viña de Naboth» de la siguiente manera: «…no (voy) a urdir tramas subversivas, ni mucho menos a permitir nada que pusiera en peligro la vida de Mon».

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