Nostalgia sin nombre
Por Lincoln López
Era tan sencillo. Tan frágil. Tan enjuto. Tan humilde. Tan apático de todo y de todos. Tan distanciado de sus colegas. Nunca lo vi integrado con ese grupo, pero lo respetaban. Parecía no envidiarlos. No hacía “relaciones públicas” preguntando a cualquier transeúnte si le interesaba utilizar sus servicios, y, sin embargo, se había ganado una clientela bastante numerosa. No venga los sábados -me dijo en una ocasión- porque ese día lo tengo comprometido con familias que me traen todos los zapatos para recogerlos por la tarde.
Tan estoico pero sereno y tranquilo. Su cuerpo estaba inclinado hacia el suelo no en señal de sometimiento sino por el peso de los años y de su oficio. Solo hablaba lo imprescindible, forzado un poco por la naturaleza de su trabajo. Su voz cansada y vieja era como un susurro…un rumor masculino…
Una mañana cualquiera me comentó: solamente quiero venir a trabajar aquí todos los días, porque si me quedo en mi casa…me muero. Recuerdo que otra mañana, un hombre joven detuvo su moderna jeepeta y sin desmontarse le lanzó al viejo de 76 años varios improperios y, en seguida, se marchó raudo. El viejo no se inmutó. No esperó mi comentario y dijo: ese es uno de mis hijos que me mantiene de un todo para que no trabaje, pero no puedo. Al parecer, trabajar era su única ambición. Y la cumplió. De lunes a lunes. De 8 a 5 en horario corrido. Año tras año…durante muchos años.
No preciso el día ni el año cuando me acerqué a él por primera vez para que me lustrara los zapatos. La rutina era la misma. Al terminar le preguntaba: – ¿Cuánto le debo? –Lo que tú quieras, mi hijo. Una expresión que nunca faltó: Gracias, y que Dios se lo multiplique. Sus zapatos, viejos, negros y siempre los mismos, los mantenía impecablemente lustrados, y fueron los mismos de siempre. Tenía que ser el ejemplo propio de su oficio: limpiabotas. Nunca lo vi rasurado. Y siempre fumó un cigarrillo sin filtro mientras me limpiaba los zapatos. Si en alguna ocasión me correspondió ser su primer cliente del día, cuando le pagaba, con esas mismas monedas entre sus dedos hacía la señal de la cruz, invocaba a Dios musitando una plegaria que nunca pude escucharla con claridad.
Este tipo de relaciones generan empatías, un diálogo que va desde los saludos protocolares, pasando por la situación del país, o entre historias y cuentos, entre confidencias y consejos pragmáticos… pero el usuario como yo las asume como verdaderas. En una oportunidad le pregunté por su esposa y secamente contestó: No tengo mujer. Ella murió. Y no quiero más mujeres en mi vida. Entonces, ¿vive solo? –No, con mi hijo y su mujer que me quiere muchísimo. –¿Su único hijo? -No, que va; tuve como 20 pero vivos me quedan como 15. –Ah caramba, pero usted no fue fácil, no es lo que aparenta ser. Y me confió un dato: yo no sé qué me pasa con las mujeres, como que se me pegan sin yo buscarlas.
Ayer, día feriado, caminé desde mi casa hasta el parque Los Chachaces para utilizar como siempre sus servicios, no lo encontré. Le pregunté a un colega suyo que ocupaba su lugar. ¿Y papá? -le grité-. -Se fue el día 2. No dijo más pero el mensaje era obvio, y continuó limpiando zapatos.
Emprendió su viaje a Itaca, enriquecido de cuanto ganaste en el camino como dijo el poeta Constandinos Cavafis..
Ahora que escribo esta historia es que me doy cuenta que nunca le pregunté su nombre.
Tengo… una nostalgia sin nombre.