• 19 abril, 2024

Ósculo a mis padres

osculo-a-mis-padres.jpg-Cuando mis padres murieron, mamá falleció primero y dos años después papá, sentí un profundo vacío, combinado con un inmenso dolor, una sensación de desamparo que ni siquiera los años han podido borrar.

Leticia y Tomás fueron dos padres con un gran sentido de la responsabilidad, cualidad que uno encuentra de manera muy especial en la gente rural, con formación en valores.

Para traducir a sus hijos una buena enseñanza, nuestros padres no necesitaron títulos académicos ni leer folletos o manuales sobre principios en valores. La formación que recibieron de los abuelos fue suficiente para traducirla a sus hijos, lo que ha sido de gran soporte en nuestras vidas. Ese aprendizaje sobre la conducta de nuestros padres nos permitió tener la reciedumbre necesaria para hacer frente a estos tiempos huracanados, donde la honradez, la lealtad y el trabajo son ignorados, cuando no pisoteados.

De mis padres Leticia y Tomás, sus hijos aprendieron el hábito de trabajar, de no tomar lo ajeno y el valor de la lealtad. Mi padre ingresó a las filas del Ejército en la Era de Trujillo, una época difícil para los militares mantenerse alejados de los abusos y los atropellos del régimen trujillista.

Papá nos contó siempre de la terrible experiencia que tuvo con un recluso bajo su protección en la Fortaleza Ozama, que por razones políticas había sido confinado en un hoyo de ese recinto militar, que utilizaba la tiranía como preámbulo para la muerte.

Se daba como un hecho que ese joven sería llevado al patíbulo, destino que corrieron muchos hombres y mujeres de esa generación. Papá se hizo amigo de él y se las ingeniaba para decirle algunas palabras de aliento, que le sirvieran de bálsamo en sus momentos de angustia y tristeza. Con el único preso con quien Papá conversaba a escondida era con aquel joven de Santiago, traído por los Servicios de Inteligencia Militar luego de ser chivateado por uno de sus compañeros, como le confesó a mi padre.

Mi papá, un hombre creyente, le exhortaba al joven que se pusiera en manos de Dios. En su relato sobre esa vivencia, nos contó que una noche que correspondía servicio, se presentó una comisión de oficiales a dar unas instrucciones que, al parecer, llegaban de la alta jerarquía del SIM. Mi padre escuchó con claridad el tipo de orden que se había dado contra en contra del muchacho.

Era unas instrucciones que rogó porque nunca llegara, pero llegó esa noche. Papá atribuía sus oraciones el hecho de que, dentro del grupo de oficiales de centinela, él no resultara seleccionado para dar cumplimiento a la eliminación del joven santiaguero. Recordaba que el preso sólo hablaba de su familia e hijos, lo que conmovía a mi padre.

Lo sacaron de la celda una noche de la década de los cincuenta en una noche que en la ciudad de Santo Domingo caía un fuerte aguacero, que obligó a los carceleros a cubrirse con un capote de los que usaban en el Ejército, color verde olivo. Lo subieron a un jeep.

Mi papá se fue a la habitación a rezar. Cuando sus compañeros militares regresaron del servicio, le preguntó al de mayor confianza qué había pasado con el joven, a lo que respondió que le habían llevado a una finca fuera de la ciudad y lo fusilaron.

Esa experiencia vivida por él, nos la hacía cada vez que podía, entiendo que con el fin de traducir a sus hijos el criterio de que cuando se está en una posición de poder no se puede hacer uso de él para abusar. Mi padre tenía un arma en sus manos cuando el poder se ejercía desde la punta de un fusil, destilando sangre, odio y venganza. Sin embargo, jamás maltrató a nadie y nunca me enteré de que había peleado con nadie. Sus hijos aprendimos de él su nobleza, su honradez y amor a los demás. Recuerdo sus desvelos por buscar el dinero de los libros para siete muchachos. Nunca nos faltó ni la goma de borrar.

Papá era un hombre con una integridad moral heredada de los abuelos Cristino y Andrea, dos campesinos propietarios de fincas de café y cacao cuya mayor virtud era la lealtad. No pude compartir con mis abuelos paternos por mucho tiempo, pero las noticias que recibo de quienes les conocieron se corresponden con la formación que dieron a sus hijos.

De mi madre, Leticia, tengo muchas vivencias inolvidables, pues con ella construí una relación especial. De ella aprendí que sólo la mujer ama con una intensidad sin igual. Y es que la mujer tiene la capacidad de multiplicar la especie, capaz de amar como sólo lo hacen ellas. Mamá, que siempre dedicó sus años a cuidarnos, amaba y nos defendía con coraje.

No tenía diferencias y a los que consideraba más débiles o indefensos los protegía con la fuerza de un volcán. Ella justificaba nuestras debilidades, pero al mismo tiempo nos corregía con vehemencia para que enmendáramos nuestras faltas.

Era un ser humano solidario, que se apoderaba de los problemas existenciales o materiales de personas que apenas conocía. Cuando sus hijos confrontaban alguna dificultad, nuestra madre nunca nos falló. Todo ese apoyo incondicional que recibimos de nuestros padres, se agradece eternamente. Esa protección de los padres sale a relucir en nuestra adultez en los momentos de dificultad, pues nos acostumbramos a sus orientaciones, pero hoy, a 16 y 18 años de estar ausentes, no escapa a nuestra atención el sabor a desprotección que se siente, máxime cuando las circunstancias te obligan a pensar en quienes dependen de ti, más que en uno mismo. En muchos momentos, quisiera tenerlos para pedirle sus sanos consejos.

Por Rafael Núñez.-

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