• 18 abril, 2024

Sonajero

Grisbel Medina

Yo quiero

Eran las cinco de la tarde y yo aún con las medias del amanecer. El verano chileno es demasiado frío para una terca caribeña como yo. La sirena de los bomberos quebró la paz del horizonte y se hizo tan cercana que creí palparla con las manos enguantadas. La gente corrió al cerro vecino del caserón de madera, el único lugar después del terremoto donde yo sentía seguro mis huesos treinteañeros.

Los gritos rompieron lo que quedaba de silencio e hicieron saltar a los balcones tanto a los vivos como a las ánimas en pena que el remenión de tierra obligó a deambular. La viejita más hermosa del barrio viñamarino le salió al frente a la multitud que gritaba ¡tsunami! La señora de mirada celeste supo calmar la desesperación humana que intentaba arrancar el hierro que impedía subir a la montaña.

Esa tarde tuve miedo a la muerte. Y aún escucho la sirena que, a decir de la gente, paseaba la alerta de tsunami por las calles, peluquerías y puestos de artesanía del centro. Cuando por fin la calma nos abrazó, supe que escalar al cerro era la única forma de salvarse a la embestida de una ola gigante, parecida a la que hizo trizas la ciudad de Concepción y la isla de Juan Fernández en Chile.

La noticia de la noche desmintió el aviso de maremoto que el pánico propagó. En Viña del Mar, tapiz citadino pegado, como todo Chile, de las olas del Pacífico Sur, viví, esa tarde, el susto más grande de mi existencia. De ese instante de corazón atorado y lengua trabada, alimento las horas y la vida de hoy. A Tony Zapata, amigo real que lucha en Boston, le debo la mecha reflexiva que me sirvió de confesionario.

No me tienta la cocina pero desde entonces puse a fuego el espanto hasta convertirlo en un adobo para ahogar la rutina y gozarme hasta el brillo de los ojos de la gente que me habla. Si antes apretaba al abrazar, ahora mi cariño calienta y no dejo escapar ningún chancecito de placer. Siempre he tenido los sentidos abiertos al mundo pero no para llevarle la vida a nadie, sino para gozarme lo pequeñito e irrepetible de la existencia. Curiosamente son los instantes, el servicio y los episodios sencillos, lo perenne que el alma termina por abrigar.

Aquel silbato de pavor es hoy la vitamina de mi vida, la miel de mis pálpitos. Quiero ser mejor ciudadana, no un voto a conquistar dando viajes al barrio La Puya como hace el senador Reynaldo Pared Pérez. Quiero existir sin postergar el dulcito del silencio y las hebras chifladas del jolgorio.  Hoy más que nunca me río hasta de las canas que me hacen corona en la frente y la estupidez humana que prefiere complicarse en vez de ser diligente. Hoy quiero rozarte, olerte la mejilla izquierda y darte besos chiquitos en los ojos. Ojalá y quieras, porque yo quiero.

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