
En mi infancia estaba prohibido ser ñoño. Quien se comportaba de tal modo recibía de inmediato su castigo. La vida era más simple. Todo se resumía en alternativas: o nos comíamos el mangú o no cenábamos, o cuidábamos nuestros zapatos de goma o andábamos descalzos, o respetábamos a nuestros padres o nos daban correazos.
Soy el mayor de cinco hermanos. Los primeros somos cuatro varones. Nunca olvido aquella infancia donde mis dos o tres camisas y pantalones los heredaba mi segundo hermano, y a él lo heredaba el tercero, y al tercero lo heredaba el cuarto. La quinta no heredaba porque era la niña de la casa y ya la ropita estaba muy gastada. En las familas cercanas ocurría algo parecido.
Nuestros padres tomaron en cuenta aquella frase de Luis Pasteur: “No les evitéis a vuestros hijos las dificultades de la vida, enseñadles más bien a superarlas”.
Hoy en una casa promedio hay cierta abundancia o al menos el menú para elegir es más variado; también en estos tiempos son los padres los que deben adaptarse a los caprichos de los hijos. Y los niños dicen “no” cuando quieren. Gran parte de los que eran ñoños en mi época hoy son adultos en su mayoría fracasados.
El hogar debe tener cierto orden y jerarquía, lo que no es incompatible con el amor, el respeto a la dignidad y a las diferencias accidentales de cada cual. Hay peligro de que surja una generación de ñoños y ya tenemos idea de cómo pueden ser cuando crezcan. Los padres tenemos la última palabra.
